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Dios ha muerto

Gerardo Iglesias, quien Madrid minimizó en seguida como Gerardín, ha vuelto a la mina como si la revolución volviese a su origen, el trabajo, ahora que Europa se ha hecho la fimosis del muro de Berlín y ya fornica a calzón quitado con las meretrices de Hamburgo. Gerardín vuelve a la mina como Suquía, en lugar de pedir más sobre el Gobierno, debiera volver a las catacumbas.

Recién llegado a Madrid como delfín de Carrillo, Gerardín me invitó a almorzar en Platerías, con Raúl del Pozo . Al poco tiempo había una fiesta en el palacio de El Pardo, que daban los reyes o que les daban a los reyes, y Gerardín me dijo: Bueno, tú me presentarás un poco a la gente, porque yo es que no tengo ni idea. Y le presenté a todo el mundo, desde Ana Belén a don Juan Carlos. Le hicieron por entonces muchas entrevistas, la mejor de todas la de Carmen Rigalt. 

Lo que siguió ya es historia de España. Gerardín, después de haber picado duramente en la mina negra de la política madrileña, se vuelve a la mina, que allí abajo se respira mucho más saludablemente que en los restaurantes madrileños de cinco tenedores, donde luego todo el mundo come con la mano. El deber cumplido, Gerardín se retira. El dice que no lo hace por eso, pero qué ejemplo para muchos: Leguina remendado por Piñeiro en su púrpura de virrey autonómico. Suárez, la esfinge sin espalda, apuntalado sólo por Caso , que algo tiene de alto tablón apuntalador. Semprún, tras el ridículo del «Cervantes»/Cela, apostando por los novelistas del angloaburrimiento y la escuela literaria de la bodeguiya. Todos soñando con eternos virreinatos, con líricos retornos a lo vivo lejano, o sea la Moncloa, con consagrarse como los Malraux de González. Gerardín, en cambio, ha tenido el gesto político más hermoso e impar de todo el proceso democrático. Cuando uno hace una cosa profunda, y nada tan profundo como bajar a una mina, las lecciones son múltiples, se desdoblan y nos conciernen a todos. 

Mayormente a quienes hemos montado la navidad y el árbol de Noel del anticomunismo apresurado, colgando de dicho árbol miniordenadores japoneses con lucecita, hamburguesas de la Quinta Avenida, esquina con el Pentágono, macdonalds diversos con lucecita, bragas mini con lucecita y todo con lucecitas cintilantes.

Hemos entronizado a Papá Noel y derribado a Marx, en un «Marx ha muerto» tan prematuro como el «Dios ha muerto» de Nietzsche, en un malsano equívoco que confunde deliberadamente el marxismo (una filosofía de la Historia como otras) con el estalinismo, una tiranía como otras. En esas profundidades de la Historia vuelve a picar Gerardín, para obtener la verdad de nuestro tiempo, que es negra como el carbón y no multicolor como el árbol de Noel. Qué carbón de veracidad y esfuerzo, de tenacidad y geología, va a elucidar Gerardín con su piqueta y su linterna, lejos de las noches diurnas de Bocaccio, que ahora se cierra como una época que muere, mina de tinieblas dulces y conspiratrices, galería subterránea de imaginaciones y alcoholes, de donde todos salíamos, a la madrugada, tiznados del carbón/carmín de las bellas. 

Gerardo Iglesias ha elegido entre Bocaccio y la mina. Nosotros, revolucionarios de cubata, nos quedaremos dentro de un Bocaccio ya cenado, como momias intelectuales y cobardes, embalsamadas de citas, en una catacumba de la Pompeya madrileña bajo la lava de la contaminación. Todo el Occidente, y el Oriente occidentalizado en cursos acelerados, debieran conocer este gesto, y no sólo los políticos marengomadriles. Y uno mismo, que de alguna manera tiene que justificarse y se justifica bajando todos los días a la galería de esta columna a picar y picar por si sale aquello que el poeta llamó «el carbón del sol». Y yo que te presenté vanidoso a toda la turba de oro.

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