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Las lágrimas de San Lorenzo

Quienes hace unos días se echaron por la noche al monte para ver las lágrimas de San Lorenzo, y tan sólo vislumbraron unas pocas rayitas en la pizarra del firmamento, estarán conmigo en que la astronomía casi nunca da lo que sus expertos o profetas aseguran que ofrece. La anunciada noche pletórica en zafarranchos se quedó en mucho menos de la mitad de la mitad. Quizá es normal que la profusión de anuncios en los medios de comunicación produzca, a la clausura del fenómeno, la sensación de que toda expectativa es exagerada. Es también probable que forme parte del carácter del universo un cierto regocijo en la mezcla inextricable de la expresión y de su velo más oportuno. 

Y tampoco habría que desdeñar la hipótesis de que apesadumbrado y más que harto el firmamento de los monstruos generados por la razón, ya nadie quiera asumir en las alturas la responsabilidad de hacer que el hombre levante los ojos al rutilante vacío y piense. La generosidad maravillosa del cielo era mucho menos homeopática hace siglos: casi había un prodigio para cada generación, y ningún niño que investigara la noche se quedaba a la luna de Valencia. Tal fue el caso de Shakespeare, a los ocho años, y de Milton a los diez. El primero vio lo que en su tiempo se tuvo por segunda Estrella de Belén, y el portento, que duro casi un mes en su apogeo, tuvo lugar precisamente en las inmediaciones de Casiopea.


Allí fue donde Tycho Brahe descubrió una supernova junto a la pequeña estrella Delta, en el pico de la derecha de la W que es Casiopea. La supernova comenzó a brillar el 11 de noviembre de 1572, hizo palidecer de envidia a los demás cuerpos brillantes nocturnos, y siguió luciendo incluso a la luz del día, con un esplendor que decayó a partir del siguiente mes de diciembre. Milton tuvo su oportunidad cuarenta y seis años después, cuando en el ámbito de la constelación ártica de Serpentario surgió un cometa al que en cuanto empezó la guerra de los Treinta Años se atribuyó el signo ominoso de aquel desastre que ensangrentó Europa. Tal como están las cosas, no hay prodigio que muestre la manita y se arriesgue a que le cuelguen un sambenito.

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