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Nine, el musical de Broadway

A veces, cuando uno se pone a fantasear, todo cuadra. Estaba viendo las imágenes de la première neoyorquina de Nine, el musical de Broadway convertido hace años en película por Fellini con el título de 8 1/2, y ahora en comercialísima comedia con números bailones de videoclip. Acababa de estrenarse y reparé en una de las muchas estrellas que abarrotan el reparto, la encantadora Marion Cotillard, que recibió todos los premios del mundo por su exacta encarnación del desamparo y la furia en el papel de Edith Piaf. Siempre delicada y etérea, una ninfa de las fuentes soltada en medio del star system, Marion, a diferencia de otras actrices, había elegido para resaltar su frutal palidez de nenúfar, algo a primera vista insignificante y poco aparatoso: un larguísimo collar de lo que podrían haber sido cuentas de ónix o de azabache. Pero no, ¡lo que es no saber!, era un misterioso sautouir de ¡diamantes negros! de Chopard, que siempre la enjoya consciente de que competir con una divinidad fluvial es algo que merece cierta reflexión. 

La rara luminiscencia de las piedrecitas se abría entre la seda del vestido como un camino de meteoritos, yo diría que muy activos. Busqué en un diccionario de gemología para averiguar qué son en realidad los diamantes negros. Parece que hay muchas teorías para explicar su anómala composición y su fantástico origen. Entre ellas elijo la que más me inspira: provendrían de un espacio estelar remoto y serían el resultado de la explosión de una supernova; ¡claro!, sólo una explosión de estrellas podría adornarla a ella. Bueno, ya puestos a explicarse esta rareza extraterrestre o mitológica, seguí investigando. 

Me puse a revisar otras fotos de mi ninfa y hallé un primer plano en el que su gracia parisina (qué se le va a hacer, ella no ha nacido en Grecia ni en la Vía Láctea, pero sí en la Ciudad de la Luz, algo es algo) irradiaba esta vez como una brisa suave. Marion llevaba prendido en el oscuro aluvión de su cabello otra pieza misteriosa, un airón o broche de pelo de diamantes blancos haciendo círculos concéntricos. La joya proporcionaba a su carita una alegría entre silvestre y melancólica, que parecía ser consustancial a su persona; una joya convertida en cualidad, no sólo un aderezo mundano. 

La palabra airón designa en origen al penacho que lucen ciertas aves en la cabeza, y de ahí que se use por extensión en joyería para referirse a las joyas realizadas con plumas y piedras preciosas que remataban la toilette de una noche de gala. Ahora están en desuso, pero volverán… Airón es también el nombre de un dios autóctono de Hispania, anterior a la romanización de nuestra península; es una divinidad que se refugiaba en las pozas de agua profunda. ¿Sería tan disparatado imaginar un encuentro entre el dios y la ninfa? ¿Qué otra cosa podrían ser estas joyas sino el signo de un compromiso eterno con lo más profundo, radiante, cristalino y valioso, el agua?

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