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Josephine Baker una diosa de ébano

En la moda, que no cesa, de editar biografías -sobre todo si tratan de mujeres- la editorial Tusquets ha sacado a la calle Jazz Cleopatra, que escrito por Phyllis Rose, intenta resucitar la imagen y el espíritu de esa llamada diosa del musichall, engarzando su vida con los avatares del tiempo que le tocó vivir. Unos tiempos en los que París, la convirtió en bandera del «glamour». 

Y es que, como en aquel viejo chiste de aquel cura bizcaitarra que desde el púlpito ejemplificaba acerca de la modestia de Dios hecho Hombre, dado que pudiendo haber nacido en Bilbao lo hizo en Belén, la grandeza del espíritu francés se mide en el hecho, perfectamente asimilado, de que la mayoría de los símbolos más tópicos y característicos de aquella grandeza no han nacido en tierra francesa. Le costó bastante aprender el francés a esa «diosa de ébano», que enloquecía al París de los años veinte, con su cuerpo rítmico y casi desnudo, con sus contorsiones audaces y oscuras, a esa diosa surgida de entre la pobreza en su Estados Unidos natal y que acabó, con el tiempo, convirtiéndose en un símbolo más de la Francia más chauvinista. Phyllis Rose, una investigadora norteamericana, que le ha dedicado tiempo y desvelo a esta «diosa de ébano», y fruto de ambas cosas es esta biografía, Jazz Cleopatra. 

Josephine Baker y su tiempo, calcula que la Baker habría llegado a cantar, a lo largo de su dilatada vida profesional, como unas cien mil veces la canción «J'ai deux amours/ mon pays et Paris...», que era una manera de recordar sus dos orígenes, su tierra natal (nació en las calles de los barriós pobres de St. Louis) y la ciudad que le consagró. Pues bien, con el tiempo a los franceses les gustaba pensar que la Baker, en realidad, por su especial pronunciación francesa, lo que cantaba era «mon pays c'est Paris», y el alma parisiense salivando de gusto, y Josephine Baker, que sabía dejarse querer, feliz por el equívoco...

El subtítulo de esta magnífica biografía no deja lugar a dudas en cuanto a las intenciones de la autora de la misma; el subtítulo es Josephine Baker y su tiempo. En efecto, uno de los valores añadidos de este libro, y no desdeñable, es la ampliación de campo a la que somete la biógrafa a su heroína. Phillys Rose estudia aspectos como el auge de la música negra en Estados Unidos, la influencia africanista en el arte europeo de los años veinte (no sólo en el music hall, sino también en el cubismo, en los cuadros de Picasso), el Berlín de entreguerras, el auge del nazismo en el caldo de cultivo del sempiterno antisemitismo y del racismo xenofóbico (en Sevilla vio una procesión de Semana Santa y al toparse con los nazarenos encapuchados huyó despavorida confundiéndolos con los muchachos del Ku Klux Klan), sin desdeñar todos los movimientos contra la segregación racial de los años cincuenta y sesenta, de los que Josephine Baker, con sus maneras de gran estrella, fue una abanderada convencida. Estructurada esta biografía como una obra clásica de teatro -de teatro de boulevard, se levanta el telón y asistimos en la primera parte, breve en el tiempo, intensa en contenido, a la «exposición», a sus pasos iniciales, primero en el circuito negro de Estados Unidos, y luego en un París, a donde llega el 22 de septiembre de 1925, dividido entre cirios y troyanos, entre los que estaban a favor de la sangre nueva (de origen afroamericano) como revitalizadora de la cultura europea o los que preferían preservarla de contaminaciones no deseadas. 

La verdad de la Baker, su cuerpo generoso (generoso en la entrega; debió de buscar en los hombres cuanto tienen éstos de hospitalario), contorsionado en escena, apenas cubierto por esa célebre falda de plátanos, su amor propio, sus esfuerzos por aprender el idioma, sus deseos de hacer suya una ciudad como París (a la que encontró pequeña cuando la conoció pero de la que supo enseguida que acabaría enamorándose, como así ocurrió), desfila por este libro, que intenta apresar una vida e interpretarla en su contexto. 

Como también desfilan sus amores y sus desvaríos, sus sueños de grandeza y sus fracasos, sus muchos delirios y sus no pocos logros, su contribución a la causa de De Gaulle, sus regresos cada vez más conflictivos a su país de origen, su desaforada manía por acarrear huérfanos adoptados de todos los colores y de todas las razas y culturas. En fin, todo, esa Josephine Baker de cuerpo (de ébano) y alma, se pasea a lo largo de más de trescientas páginas, en aquella exposición, en este nudo, que va desde el año 27 al 38, para acabar con el desenlace, desde el 39 al 75, hasta su muerte en abril de ese año.

Se le dijo adiós por última vez con un funeral faraónico televisado a todo un país, permanentemente necesitado de símbolos, sean en origen o no franceses, y que le devolvían a la gran bailarina y cantante negra lo mucho, con sus generosidades y con sus caprichos, que de todo hubo, que les había dado desde aquel mes de septiembre del año 25, cincuenta años antes, cuando descendió del tren que le dejó en París. «Mon pays c'est Paris» debió cantar, por enésima vez, en el teatro Olympia, ese año 68 difícil como pocos para su admirado De Gaulle. «Mon pays c'est Paris», debe cantar, desole entonces, en el Olimpo en donde se mueve sin descanso enfundada eternamente en su falda (atrevida) de plátanos.

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